Saturday, March 24, 2012

Mi papá era Schwarzenegger


Estoy convencida que el Universo nos envía mensajes cada vez que pedimos ‘’ver” o  entender para qué nos pasa lo que nos pasa. El para qué, a diferencia del por qué (pregunta de la víctima), nos permite acceder a un espacio de aprendizaje y salir de la ceguera en que, muchas veces, los pensamientos recurrentes y el diálogo interno sostenido por nuestro Saboteador, nos instalan.



Hacía un año que me había mudado a un edificio frente a una plaza. Todos los días pasaba por allí y veía diferentes personajes que,  ubicados en los bancos de madera, lograban hacer de esos mínimos espacios sus “hogares ambulantes’’.


A los pocos meses comenzó a llamarme la atención uno de ellos, un señor alto, delgado,  de cabello blanco, ojos claros, con la mirada perdida. Me preguntaba: "¿Cuál será su historia?  ¿Cómo terminó aquí?


Si bien mi trabajo interior y los grandes maestros que me regaló la vida me habían permitido rediseñar y sanar gran parte de mi historia, algo seguía allí, inamovible, una herida abierta que no lograba cerrar: mi padre. Un hombre físicamente fuerte pero con una vida muy sufrida. Esa era la manera en  que yo lo observaba y esa es la imagen que internalicé desde muy pequeña y que me llevó, luego de su muerte,  a relacionarme con hombres  similares a él,  a los que intentaba rescatar para sanarlos. Una tarea frustrante que nunca terminaba bien.

Tenía claro lo que me ocurría pero no hubo técnica, ni maestro, que me hiciera cambiar la imagen de  mi padre como una víctima. ¡Yo lo había visto!

Todos los días, al levantarme, me paraba  frente a la imagen de Buda  y le pedía “que me mantenga despierta’’, entendiendo el despertar como un estado permanente de atención que nos permite ver más allá de lo ordinario.

Aquella mañana llovía y decidí acompañar a mi hijo al colegio. Caminamos una cuadra y en una ochava, debajo de un techo, estaba el señor de los ojos claros durmiendo, tapado con una frazada. Le comenté a mi hijo la pena que me producía verlo en esas condiciones.

A mi regreso, lo encontré  despierto y  tiritando por el frío.
Me acerqué y le dije:

- Discúlpeme señor, si usted no lo toma a mal, me permitiría que le traiga un poco de café? 

Su cara de temor de un principio se disipó y me respondió con una sonrisa:

- Como no señora, se lo agradezco.

Volví a casa, preparé café, lo puse en un termo, guardé unas galletitas en una bolsa y fui a su encuentro. Intercambiamos algunas palabras, me contó que en un bar de la zona le daban, a él y a sus compañeros de la plaza, la comida de la noche;  agradeció mi gesto y me fui.

Se lo conté a mi hijo, mostrándole la bendición que recibíamos  nosotros por comer  diariamente,  y que iba a empezar a llevarle el almuerzo a este hombre para que pudiese alimentarse dos veces al día y, fundamentalmente, para que sepa que  alguien se interesaba  por él.

Al mediodía siguiente lo encontré nuevamente sentado en su banco, le pregunté su nombre, me contestó Héctor, y volvimos a intercambiar pocas palabras, mostrándome, en su manera de expresarse que se trataba de una persona muy respetuosa.

El tercer día le pido a mi hijo que me acompañe. No  vi a Héctor en su lugar, algo que me preocupó. Me acerqué a un  señor que estaba en otro banco  y le pregunté por  él. Me contestó que lo buscara en el medio de la plaza.

Allí lo encontré. Cuando me vio se alegró. Nos dio la mano, le entregué su almuerzo, me lo agradeció y empezamos a conversar. Me contó que había jugado  rugby en un club conocido, habló de su juventud, de películas y que había sido mozo privado de Martínez de Hoz, ex ministro de economía de Argentina. Le pregunté si eso había ocurrido en Buenos Aires a lo que me contestó:- No, aquí,  en Rosario, cuando él era uno de los dueños de Acindar, la fábrica de aceros que quedaba en calle Ovidio Lagos.

Lo que ocurrió a continuación fue mágico:

Mi papá, dije yo, trabajó treinta años en Acindar, en el sector de laminación.

-¿Cómo se llamaba su papá?,  preguntó.

- Enrique Botti, contesté.

Tomándose la cabeza  con las dos manos y con un  gesto de asombro dijo:

-¿Botti? ¿Su papá era Botti? Usted no sabe lo que era su papá…

La sorpresa hizo que se me erizara la piel.

-¡Su papá era Schwarzenegger! , continuó.Cuándo él entraba a la fábrica todo el mundo se daba vuelta para saludarlo; tenía una fuerza y una decisión que lo hacían único.

Las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos y la imagen de papá entrando a la zona de laminación, entre los hornos de altas temperaturas, fue absolutamente  poderosa.

Héctor, entusiasmado, contó que una vez  una palanquilla al rojo le había atravesado  una pierna a un operario. Botti corrió, dijo, y sin dudarlo cortó el metal con unas tenazas y con fuerza sacó la parte que se había clavado en la pierna de este hombre, frente a la mirada atónita de todos que habíamos quedado paralizados por la situación.

En un momento comenté que mi papá era un hombre sufrido, a lo que contestó:

-No señora, su papá no era un hombre sufrido; su papá era un hombre que quería estar bien y que su familia esté bien; él amaba la fábrica y estaba orgulloso de su trabajo.

No sé cuánto tiempo pasó mientras mi hijo y yo escuchábamos las proezas de Botti, narradas por Héctor…

Todos los mediodías me llego hasta la plaza, le llevo su almuerzo, me siento en su banco y me cuenta sobre su vida y sobre mi padre, imita sus gestos, su manera de pararse, haciéndome reír y emocionar  al mismo tiempo. Cuando me voy me agradece y le contesto:

- ¡Gracias a usted!

“No sabemos cómo las cosas son, sólo sabemos cómo las observamos”, y somos todos observadores diferentes de lo que llamamos realidad. Y de acuerdo a lo que observamos, desde pequeñas, vamos construyendo una historia que nos lleva a relacionarnos desde el lugar aprendido. Basta con que alguien, no importa quién, nos muestre que  tal vez las cosas no ocurrieron como nosotras pensamos,  para poder observar desde otro lugar. Sin intención alguna, Héctor me llevó a una visualización sanadora que me permitió cerrar un capítulo en mi vida.

Cada vez que necesitamos saber algo, y lo expresamos con todo nuestro ser, el Universo se confabula para darnos la respuesta; y crea momentos, provoca encuentros, comunes a simple vista, nos conecta con seres portadores de  mensajes, seres mágicos, verdaderos maestros que, como Héctor, nos sanan el alma.

Y fue a partir de una de estas confabulaciones que  pude comprender  que mi papá no era un hombre  sufrido… mi  papá era Schwarzenegger.




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